Microrrelatos
La vida a tragos, en su justa o injusta dosis.
Sueños propios, ajenos, reales, inventados. Vivencias, desvivencias, ratos largos, eternos, cortos, tramposos. Mujeres fatales, hombres fetales, abogados, médicos, psicólogos. Cartas, naipes, juegos prohibidos. Tú, yo, él, ella…
Inauguramos la sección con
LA SERPIENTE
La serpiente, como buen ser demoniaco y maligno, había reparado en el confiado y polvoriento eremita.
Cuando el eremita, sediento, echó mano de su zurrón de agua para saciarse, el pérfido y avieso reptil dejó caer su veneno en la cantimplora del pasmado solitario.
El pobre santón, que sabía que no había ni una gota de agua a quince kilómetros a la redonda, en su enajenación, perdió la razón y maldijo.
La malvada serpiente le informó que iba a morir, y además le recriminó sarcásticamente que moriría en pecado por haber maldecido.
El eremita, ciego de dolor, pero compungido por su pecado, optó por ir a morir al desierto, a fin de abundar en su dolor y en su arrepentimiento.
La serpiente le ofreció agua pura y cristalina para sobrevivir.
La serpiente, obstinada en su pedagogía, insistió al anacoreta que si moría moriría en pecado, pero que si bebía del agua que le ofrecía sobreviviría y posiblemente tendría la oportunidad de redimirse.
El eremita dudó y tanteó a la serpiente, preguntándole si quería algo a cambio.
- Que vuelvas a maldecir- le contestó visiblemente divertida la serpiente recreándose en como un niño en la primera presa de su primer anzuelo.
El eremita, rocoso en su integridad, prefirió morir que maldecir dos veces y prosiguió decidido y zigzagueante rumbo hacia el desierto, a fin de aferrarse a su fatal destino.
Una vez allí, exhausto y a punto de morir, se topó con un ciervo malherido.
El ciervo le confesó al eremita que estaba a punto de morir.
- ¿Puedo hacer algo por ti? – le preguntó el eremita.
- Si bebiera un poco de agua pura y cristalina sanaría- replicó el ciervo.
Entonces, el eremita doblemente ciego de rabia y de dolor por haber maldecido y por no tener agua por no haber maldecido se puso a llorar amargamente pidiendo perdón al ciervo, que no pudo menos que sonreír dolorosamente ante la ingenua bondad del asceta.
El ciervo se acercó tiernamente al agotado eremita, le lamió la cara y aun a sabiendas de su destino bebió de su zurrón mientras este dormitaba en sus delirios, recuperando algo de fuerza y tratando de ganar algo de tiempo a costa del regalo envenenado de la serpiente.
De vuelta del desierto, fue directa y sigilosamente a la madriguera del reptil y, conteniendo el aliento, sorbió a la descuidada serpiente hasta el estómago.
Acto seguido emprendió regreso al desierto, si más pretensión que morir junto a su amigo, aun sabiendo que si no encontraba agua en menos de tres horas expiraría por el veneno de la bicha que se diluía, junto a su cuerpo, en el estómago del ciervo para hacerse con su sangre cumpliendo su soñado destino de morir matando.
Cuando encontró al terminal eremita, éste, emocionado por el gesto del ciervo, se deshizo en un torrente de lágrimas de agua pura y cristalina que ni la sal ni las impurezas osaron a mancillar en su fiero decurso. El ciervo se empapó y bebió de sus lágrimas, restañando sus heridas y purificando su sangre.
El eremita se recuperó y vivió siete veces siete años, casi cincuenta años al cambio.
Porque como dijo el profeta: “Así como el ciervo deseó el fresco manantial así Dios deseó que su alma y su cuerpo sanaran”.