Llevaban seis meses ininterrumpidos de campaña y estaban realmente fatigados. Por eso, a Ptolomeo le maravillaba especialmente la dedicación abnegada y el escrúpulo espartano de aquella mujer, que se quedaba a la vera de su Emperador, cada vez que se dormía, y se disipaba como una sombra, sin decir una sola palabra, cuando se despertaba, noche tras noche, acampada junto a su amo, velando incansable y sin un solo reproche el descanso del gran Alejandro.
Al general le admiraba y relajaba observar cómo aquella vieja aya protegía, noche tras noche, los sueños del que al tiempo era su Emperador pero también su amigo.
Ptolomeo nunca se había atrevido a dirigirse a ella, pues veía en aquella relación una especie de ritual íntimo y sagrado del que no debía ser partícipe a riesgo de mancillarlo.
Pero aquella noche no pudo evitar acercarse a la mujer, y armándose de toda la delicadeza y aplomo de los que fue capaz se dirigió a ella:
— ¿Por qué velas su sueño?- preguntó suave y delicadamente entre susurros Ptolomeo, a fin de no perturbar la escena ni despertar a su compañero de mil batallas.
La mujer se sobresaltó y bajó la vista ruborizada; se recompuso y sonriendo delicadamente le respondió bajando la voz:
— Tengo la ingenua convicción de que cuando se despierta soy una vela que se apaga, por eso creo que mi presencia solo tiene pleno sentido mientras duerme. No sé, quizá sea una tontería…
— No te avergüences de ello- replicó Ptolomeo conmovido por su profunda llaneza- es hermoso ser el guardián de los sueños de un emperador, y más aún del más grande que vieron y verán los tiempos. Puedes estar segura de que tú también eres una gran soldado y que tu labor no tiene precio.
Se sonrieron tímidamente y siguieron contemplando a Alejandro sin decir palabra.
Cuando Alejandro despertó reparó en el azorado Ptolomeo que trataba de escabullirse.
Alejandro sonrió mientras de estiraba, y con una mano perezosa le batió la retirada:
— No te vayas querido amigo. ¿Qué hacías, querías alguna cosa?
— No, simplemente estaba aquí… meditando… tu aya…- acertó a balbucear Ptolomeo señalando el hueco ya vacío de la mujer.
— Mi dulce y adorable aya. No te creas que no pienso en ella cada día… si me oyeran nuestros enemigos…
— El más grande y temido dominador …
— … Que vieron y verán los tiempos- completaron Alejandro y Ptolomeo al unísono, y ambos rieron con ganas.
— Pero aún es pronto amigo, tratemos de dormir aún un poco que mañana nos espera un día duro con estos dichosos babilonios. Creo que quieren hacerme Dios. Tú te crees…- sonrió irónico el emperador
— Sí que lo creo… – alzó su copa Ptolomeo mientras se marchaba de la tienda.
— Seis meses ya desde que te fuiste mi entrañable aya… brindo por ti y que los dioses la tengan en su gloria…- susurró Alejandro lanzando un brindis a la solitaria tienda- siento como si mi existencia dejara de tener sentido si te olvidara un solo día y dejara de soñarla una sola noche… Menudo emperador deberías pensar que estoy hecho si pudieras verme.
Inédito en libro(2019) Alejandro tuvo una educación física e intelectual exquisita. El hijo de Filipo II, quien a los diecisiete años ya le dijo: "Busca, hijo mío, un reino igual a ti, porque en Macedonia no cabes", fue educado por Cleónidas, su tutor infantil; su maestro de música fue Leucipo el Umneo; el de Geometría, Melemno el Peloponesio; de Retórica, Anaxímenes; y desde los 14 años el propio Aristóteles. Alejandro, Magno para unos y el maldito para otros, principalmente para los persas, murió a los 33 años, habiendo conquistado más tierras que nadie hasta entonces y sin haber sido derrotado nunca. Su cadáver momificado, al que se le atribuían poderes mágicos, fue llevado a Egipto por Ptolomeo, enterrado en Menfis y luego trasladado a Alejandría. Poco antes de su muerte el viento arrebató su corona real, un loco desconocido apareció sentado en su trono, que el rey acababa de desocupar por un momento. Un día de verano babilonio, Alejandro murió y dejó incompleta su ya de por sí inabarcable empresa.